El 7 de abril de 2025 marcó un punto de inflexión en los mercados financieros, no por la magnitud de las cifras, sino por la interdependencia entre geopolítica y economía. China impuso un arancel del 34% a productos estadounidenses en respuesta a las medidas de Donald Trump, quien elevó los gravámenes a productos chinos hasta 104% y aplicó una tasa base del 10% a socios globales. Esta escalada, lejos de ser un juego de suma cero, desató una importante volatilidad en las bolsas mundiales.
Aquel lunes, el Hang Seng (Hong Kong) cayó un 13%, su peor jornada desde el 2008, mientras el Nikkei 225 (Japón) retrocedió un 8%. Europa intentó contener el pánico, pero el Euro Stoxx 50 cedió un 4.5%, y el IBEX 35 (España) llegó a perder un 7%. En EE.UU., el S&P 500 acumuló una caída del 10% en dos días (7-8 de abril), arrastrado por sectores sensibles como la tecnología: Apple perdió un 20% en un mes debido a su exposición a China.
Los sectores tradicionales no escaparon al colapso. El índice bancario KBW (EE.UU.) se desplomó un 16% en 48 horas, mientras automotrices como Stellantis anunciaron 2,100 despidos en Norteamérica. Incluso el oro, refugio clásico, mostró su volatilidad: subió un 12% en el 2025, pero cerró el 7 de abril con una ganancia moderada del 2.89%.
El verdadero riesgo está en la fragmentación del comercio global. La Organización Mundial del Comercio (OMC) advirtió que una guerra comercial abierta podría contraer el 7% del PBI mundial, afectando cadenas de suministro y disparando costos para consumidores. Mientras Trump insiste en que los aranceles son «reciprocidad», datos de la OMC no están de acuerdo con su narrativa: la UE aplica solo un 3% a EE.UU., no el 39% que alega la Casa Blanca.
En este contexto se ha podido observar que el oro y los bonos europeos atraen capitales, pero son refugios frágiles. La pregunta que nos podemos hacer no debe ser si habrá más disminuciones, sino cuánto daño más tolerará la economía global.