La vuelta al “Justo Medio”: Una propuesta ética para una sociedad en cambio. Por Arturo Herrera Verdugo

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Nuestro Columnista, Fernando Morales, hospeda un interesante artículo «La vuelta al “Justo Medio”: Una propuesta ética para una sociedad en cambio» escrito por Arturo Herrera Verdugo, Ex Director General PDI. Este artículo se refiere a los cambios y a los niveles de igualdad que está llegando la sociedad chilena, un cambio que puede ajustarse a muchas sociedades en el mundo. Las nuevas conquistas sociales requieren, de parte de todos, escucharnos y reconocer en el otro un sujeto de derechos, derechos muchas veces diferentes de los que muchos pretendemos y nos obliga reconocer al «otro». Un análisis que detalla un proceso diario camino a una sociedad mejor.

Introducción: ¿dónde estamos situados?
Vivimos en un mundo en permanente transformación.Con estas palabras deseo iniciar esta reflexión respecto de lo que estimo está ocurriendo en nuestro país, situación que merece un debate pausado, racional y abierto a un diálogo sincero. Es por ello que agradezco esta oportunidad para ofrecer algunos pensamientos que he venido desarrollando en los últimos meses.

En efecto, desde las distintas áreas de las Ciencias Sociales y desde hace ya varios años se viene hablando sobre las principales características de la realidad socio-cultural en la que estamos inmersos. Numerosas páginas se han escrito tratando de describir la realidad que hoy determina la identidad individual y las relaciones sociales.

Esta tarea ha sido especialmente compleja, por cuanto el espacio socio-cultural vigente parece no enmarcarse en las explicaciones tradicionales. Es una realidad cuyos contornos son más difusos, amorfos y difíciles de “encuadrar” en categorías estrictas. Entender este espacio – global y local a la vez – ha demandado enormes esfuerzos, generándose un fructífero e interesante debate.

Esta realidad “difusa” es precisamente lo relevante del actual contexto. Un mismo fenómeno se percibe de manera “fragmentada” y adquiere sentidos múltiples. En épocas anteriores era factible identificar cierta coherencia. Si un niño nacía en un contexto determinado era posible anticipar sus pensamientos generales y su sustrato valórico. Existía una línea que unía los múltiples ámbitos de ese niño y que de alguna manera dejaba ver su futuro.

Sin embargo, esto ha cambiado sustancialmente. Algunos autores como Ulrich Beck han planteado que la existencia humana se ha fragmentado. Los valores de la vida personal y familiar no necesariamente coinciden con aquellos que mueven su vida social o los que determinan sus acciones profesionales. Son fragmentos distintos que – a diferencia del pasado – ya no están vinculados. Hoy una persona puede rechazar el aborto, creer en el matrimonio indisoluble, aceptar las convivencias pre-matrimoniales, luchar por los derechos de las minorías sexuales y tener en alta estima los valores patrióticos.

Daniel Innerarity nos relata con viva claridad este nuevo panorama al señalar que en las “sociedades tradicionales uno nacía – por así decirlo – con contexto incluido, insertado en una determinada estructura social o tradición cultural. En tal sentido, el proceso de cambio de la sociedad se entiende como una disolución de los vínculos sociales rígidos. El sujeto se convierte en constructor de lo social. En lugar de adaptarse a articulaciones sociales dadas, los sujetos tratan de desarrollar la capacidad de crear ellos mismos tales contextos”.

En rigor, estamos inmersos en un mundo en cambio, cuyas transformaciones apenas alcanzamos a percibir. Los principios que han sustentado nuestro carácter parecen desvanecerse o se relativizan, o bien, nuevos valores se asoman en el horizonte. La incertidumbre nos embarga y, por lo tanto, nos refugiamos en nuestros núcleos más íntimos. De ello da cuenta, por ejemplo, el último informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo Humano.

Cambio es el gran referente del mundo en que nos movemos. Todo se transforma rápidamente, desde la tecnología hasta las realidades culturales. El primer caso es de suyo interesante y característica principal del mundo contemporáneo. El desarrollo tecnológico en los últimos 30 años ha avanzado más que en los últimos siglos y a una velocidad impensada. La tecnología cambia a un ritmo frenético, alterando nuestros modos de vida y nuestras relaciones sociales. El computador de hoy mañana ya está obsoleto. El celular que ha llegado a nuestro uso, en poco tiempo ya tiene nuevas aplicaciones.

La globalización ha venido a profundizar esta realidad, generando numerosos cambios. De hecho, el título de un célebre libro de Manuel Antonio Garretón refuerza esta afirmación: “La sociedad en que vivi(re)mos”. Para Garretón, la globalización tiene tres dimensiones: “La primera es económica y se refiere a la interpenetración de los mercados en sus aspectos productivos, comerciales y, sobre todo, financieros, atravesando los estados nacionales. La segunda es cultural, principalmente comunicacional, e implica el estrechamiento del tiempo y el espacio, caracterizándose por la extra-territorialidad de las redes informáticas. Y finalmente, la tercera dimensión es política, menos cristalizada que las anteriores, por cuanto supone instituciones de gobierno mundial y el debilitamiento del Estado nacional”.

Este cambio constante nos desconcierta y nos produce incertidumbre, siendo ésta una de las grandes características del chileno moderno. De ello daba cuenta Eugenio Tironi en su libro: “El sueño chileno”.

Esta idea de cambio se ha prestado incluso para ironías. Cómo no recordar el concepto manifestado por Tomás Moulián en la década del 90 en su libro: “Chile actual: anatomía de un mito”, donde planteaba el fenómeno del “gatopardismo”, es decir, la idea de que todo parece cambiar para que finalmente nada cambie.

En tal sentido, algunos autores han planteado la existencia de una suerte de crisis global de nuestro tiempo, el cual se puede comprobar analizando los elementos básicos que constituyen la sociedad moderna, a saber:

Primero: Las instituciones más tradicionales de la sociedad están bajo sospecha y son constantemente cuestionadas. Ejemplo de ello es la política, el matrimonio y el rol del Estado-Nación, entre otras.

Segundo: Los roles de las personas están pasando por una revisión profunda, como es el caso de la maternidad, la juventud, el papel de la mujer, el matrimonio, el trabajo, etc. Es interesante constatar que los resultados preliminares del último CENSO, independiente de las discusiones que se han generado sobre la validez de sus metodologías, demuestran cambios relevantes en la constitución social de Chile.

Por ejemplo, el avance de la participación de la mujer en la fuerza de trabajo, el envejecimiento de la población chilena, la disminución de la tasa de fecundidad, el creciente acceso a las tecnologías de la información, el aumento de los solteros y la clarificación de cifras respecto de convivientes del mismo sexo, entre otros datos, reflejan realidades que sin duda impactarán en el desarrollo de las políticas públicas.

Tercero: Los avances de la tecnología han permitido una mayor planificación del futuro de la humanidad.

• Y Cuarto: Las ideologías tradicionales y clásicas ya no explican satisfactoriamente el fenómeno del tejido social, con el resultado de una búsqueda de un nuevo paradigma capaz de explicar la realidad social o una total apatía frente a ella.

Por lo tanto, vivimos en un mundo nuevo y distinto, cuyo sello es la transformación constante.

Estamos frente a cambios de todo nivel: social, cultural y tecnológico. Hoy los cientistas sociales abundan en este concepto y nos hablan de la “sociedad del riesgo”, de la “sociedad red”, de la “sociedad del conocimiento”, de la “sociedad de la incertidumbre” y así sucesivamente. Incluso hay quienes no han dudado en señalar que estamos en presencia de un “cambio de época”. Más allá de estas diferencias, lo que está claro es que detrás de todos estos planteamientos subyace una idea común: la existencia de un mundo en cambio y de una sociedad dinámica.

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El cambio: un movimiento desde los extremos

Ahora bien, estos escenarios tienen una característica especial, pues fluctúan entre extremos: se pasa de una forma de ser y hacer a otra completamente opuesta. Hoy se puede observar la lucha que hay entre lo global y lo local, entre los nacionalismos y los cosmopolitismos, entre los medioambientalistas y los sectores económicos en materia energética, en las comunidades separatistas que luchan por escindirse de los estados nacionales, y en los movimientos de los “indignados” que se oponen a las formas tradicionales del modelo político.

Estos son sólo algunos ejemplos que se pueden obtener desde una simple mirada de aquello que nos rodea. La realidad se vive y se percibe desde dimensiones opuestas y muchas veces extremas. Esto hace difícil llegar a diálogos y a consensos que permitan resolver dichas diferencias.

En medio de esta infinidad de casos opuestos se pueden distinguir – a mi juicio – tres grandes ejes, que de alguna manera resumen o contienen los distintos escenarios que se han presentado. Estos son:

Derechos – Deberes.

Libertad – Responsabilidad.

Deontología – Teleología.

En efecto, estamos en medio de un mundo que lucha por los derechos, pero poco se habla de los deberes. Se trabaja por la libertad, pero se nos olvida la responsabilidad. Estamos sumidos en la búsqueda de resultados, y para ello nos alejamos de nuestras convicciones.

La realidad actual pone énfasis en uno de los ejes y desconoce el otro. Constantemente se habla de derechos, libertades y metas, pero poco se dice de los deberes, las responsabilidades y las obligaciones morales. Vivimos en un contexto a medias que impide llegar a soluciones integrales o a una compresión plena de los fenómenos socio-culturales.

Primer eje: Derechos – Deberes:
Al observar nuestro país es posible constatar que el acento está puesto en los derechos. Esto es resultado de una historia nacional marcada fuertemente por las obligaciones. La sociedad chilena se forjó bajo un concepto de obligación legal, incluso de imposición. Se habla del “Estado portaliano” como sinónimo de un sistema de orden y de obligaciones estrictas que dieron estabilidad a un Chile naciente.

Por su parte, el modelo económico y social ha estado marcado por liderazgos fuertes y personalísimos. Para algunos historiadores, la influencia de los “patrones” y de las élites económicas y sociales creó un mundo de severas imposiciones. No es casual que el sistema político chileno esté caracterizado por su gran presidencialismo, es decir, por una mano fuerte que marca los rumbos que el resto debe seguir.

En este contexto, los derechos eran de segundo orden y, en consecuencia, se hacía urgente iniciar un largo camino para su reconocimiento. El derecho a voto de las mujeres, el derecho de las minorías o el derecho de los pueblos originarios y así sucesivamente se han constituido en reivindicaciones aún en curso.

Así, entonces, nuestro país ha recorrido un largo y a veces difícil camino en dirección al reconocimiento de los distintos derechos, tarea por cierto aún no concluida. Sin embargo, junto con lo anterior y simultáneamente, se hace necesario reflexionar respecto del ejercicio de los deberes en sus distintas dimensiones. Los derechos implican obligaciones. El niño tiene derecho a una buena educación, pero también el deber de estudiar. El ciudadano tiene derecho a ser protegido por el Estado, pero también tiene deberes para con él, ya sea en materia de impuestos o en el orden político. En el marco de esta contradicción se da hoy la discusión sobre si el voto debe ser voluntario u obligatorio.

En rigor, se ha transitado desde un tiempo cuyo acento estuvo en las obligaciones a un período caracterizado por la supremacía de los derechos. En medio de estas fluctuaciones el concepto de “autoridad” ha sido el gran damnificado. En la actualidad, parece inconveniente hablar de este término. Se le asocia a imposición, arbitrariedad, represión e injusticia, entre tanto otros calificativos.

Pero se olvida su dimensión más profunda. Autoridad dice relación en su raíz etimológica con “ser autor de” y conforme ello no es un concepto asociado a una imposición arbitraria, sino que al respeto por quien ha sido capaz de crear. Según Emile Durkheim, la autoridad tiene un rol moral, pues conlleva el cultivo del sentido de la regularidad, entendida como actos conscientes de repetición, y es base para el fomento de la disciplina. En rigor, la autoridad tiene una dimensión moral y fuera de ésta pierde sentido.

Segundo eje: Libertades – Responsabilidades:
La libertad es un eje estructurante de la vida moderna. Libertades civiles, así como el reconocimiento y ejercicio de las libertades individuales, es un derecho fundamental de la modernidad, aún cuando sus raíces son más profundas y de larga historia. La humanidad ha estado marcada precisamente por la lucha constante en favor de las libertades y por la liberación del ser humano. Más allá de su contenido ideológico, el tema de la libertad es hoy sin duda un fenómeno esencial de la vida social e individual.

La libertad es un concepto complejo del cual mucho se ha reflexionado, pero para efecto de esta exposición me centraré en su dimensión filosófica y conforme la visión de dos profesores universitarios: Tony Mifsud, de la Universidad Alberto Hurtado y Mariano Bártoli, de la Universidad Gabriela Mistral. Según ellos, es posible concordar en tres comunes denominadores respecto de la libertad:

La posibilidad, es decir, la potencialidad de practicarla.
El ejercicio efectivo o su realización concreta, y
La condición limitada, por cuanto no puede poseerlo todo.

Según plantea Tony Mifsud, “una comprensión correcta de la libertad humana implica afirmar la posibilidad de ejercicio de la misma, y hacer suyo el límite vinculado a la precariedad de la condición humana. Una limitación de la libertad no puede entenderse como una negación, sino como un situar en la realidad una posibilidad de hacerla efectiva… La libertad humana no es absoluta, sino que está condicionada. Sin embargo, esto no significa que el ser humano carece de libertad por estar totalmente determinado por factores externos”.

En el mismo sentido reflexiona el Profesor Mariano Bártoli al señalar que la libertad humana “es finita y condicionada, lo cual no la hace menos libertad. Así, entonces, plantea que el “libre albedrío supone autodeterminación, es decir, capacidad de elegir, pero de elegir efectivamente. Por eso, la libertad se vuelve real cuando nos comprometemos con una acción, pues de otra manera el libre albedrío sería absurdo, porque sería una capacidad de hacer algo que nunca se haría” .

En rigor, “hay que actualizar esa capacidad mediante la acción. Al elegir una acción necesariamente debemos rechazar las demás. Esto es paradójico, porque cuando usamos la libertad, la perdemos, la consumimos, pues perdemos la posibilidad de poseerlo todo. Pero en realidad, cuando la perdemos, la ganamos. Es connatural a la vida humana la libertad, la elección. Es preciso elegir, pero esa elección supone no poder elegirlo todo. Parece que el que no elige no pierde porque tiene todas las posibilidades intactas, pero en realidad pierde mucho porque pierde la vida, se le va la vida”.

Pero al hablar sólo de libertad nuevamente nos enfocamos en una parte del fenómeno y no consideramos su contraparte. No es posible hablar de libertad sin referirnos a la responsabilidad, es decir, a esa capacidad de responder por las promesas o los compromisos adquiridos, o bien, de dar cuenta de las consecuencias de los propios actos, decisiones y omisiones. Libertad y responsabilidad son expresiones de un mismo valor y, por tanto, están estrechamente vinculados. “A mayor libertad, mayor responsabilidad”, señala el Profesor Mifsud.

Por su parte, el filósofo Bártoli agrega que la “responsabilidad aparece como una consecuencia natural y propia de la libertad y, por ende, sin aquélla no se da propiamente con el sentido genuino y verdadero de la libertad. Una libertad sin responsabilidad no es libertad. Se ve entonces que la responsabilidad no es una limitación sino la consecuencia lógica de la misma libertad de albedrío… Pretender que podemos elegir desde nosotros mismos, que podemos determinarnos a realizar una acción y no asumir que ha sido nuestra y que, en consecuencia, no nos es necesario responder, es una falta de realismo y de madurez”.

Hoy el debate general ha estado centrado en la ampliación de las libertades, lo cual es correcto, pues la libertad es consustancial a la condición humana y clave para el ejercicio de una efectiva ciudadanía. Sin embargo, el tema de la responsabilidad parece quedar en un segundo plano. Se requiere nuevamente una visión más integral que implique considerar ambas dimensiones del ser humano.

Por ejemplo, la libertad de expresión es un derecho básico y exigible en todo momento, pero también es fundamental asumir las responsabilidades por aquello que se dice. Cómo no recordar la brillante intuición de Víctor Frankl, quien planteaba la necesidad de construir junto a la estatua de la libertad una estatua de la responsabilidad.

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Tercer eje: Deontología – Teleología:
En el Chile de hoy es frecuente escuchar términos como metas, resultados y objetivos. Tanto en el mundo privado y ahora también en el público, ha adquirido creciente importancia el cumplimiento de determinadas metas y, por ende, la eficacia se ha vuelto una exigencia de especial relevancia. Hoy gran parte de las empresas y de los organismos públicos cuentan con un catálogo de objetivos de mediano y largo plazo, cuya ejecución es sinónimo de excelencia y de trabajo bien hecho.

Pero detrás de estos conceptos está la clásica distinción entre deontología, es decir, orientada al deber ser, y teleología, orientada a fines. De este modo, entramos de lleno en el terreno de la filosofía moral. Hoy el énfasis está puesto en la dimensión teleológica, pues lo que importa es cumplir los objetivos que se han establecido sin dar mayor importancia a los medios, o bien, utilizando los medios más útiles para alcanzar dichos propósitos.

De ello da cuenta la política. Hoy es posible constatar que las ideologías han perdido centralidad. Las utopías y los discursos retóricos – que daban sentido a la política y que marcaban las doctrinas partidarias – han quedado en segundo plano. Lo que importa son los resultados. Si se revisan las elecciones de los últimos años abundan las críticas por las faltas de proyectos políticos que estén en sintonía con las propias convicciones del deber ser. De hecho, permanentemente se habla de estilos tecnocráticos o meritocráticos, haciendo referencia a un modo de gestión política donde lo esencial es el cumplimiento de metas.

En otro orden de cosas, hoy con frecuencia se escucha decir que los jóvenes están postergando sus proyectos familiares en favor de sus objetivos profesionales. El propósito es alcanzar cierta estabilidad económica y realización profesional y para ello el medio más adecuado es la postergación de los planes de índole personal. Esto, en extremo opuesto a lo que ocurría en décadas anteriores, donde el proyecto de familia era prácticamente una obligación. No es de extrañar que muchos de nuestros padres y abuelos se hayan casado muy tempranamente.

Por cierto que la relación entre deberes y fines es parte de las acciones humanas. Lo que es particularmente criticable es la radicalización de las posturas, lo cual lleva a la clásica distinción de Max Weber entre una “racionalidad estratégica” propia de la búsqueda del “poder por el poder” y una “racionalidad dogmática” focalizada en una extrema convicción que lleva al fanatismo.

En este eje las fluctuaciones se han ejecutado con cierta rapidez. La idea del cumplimiento de metas ha dado paso a posturas de corte más deontológico, fuertemente marcadas por los principios. El debate por la educación es un buen ejemplo. Algunos dicen que la educación tiene que ser gratuita porque es un derecho (postura deontológica), mientras otros ponen el acento en no perder el objetivo de la libertad de enseñanza (postura teleológica).

El debate entre movimientos ecológicos y empresarios es otro ejemplo paradigmático. Aquí las divergencias son claras: por una parte, una postura más bien deontológica (defensa de los principios asociados al medio ambiente) y, por otra, una postura más teleológica (el propósito empresarial de obtener energía a bajo costo para garantizar la productividad).

Desde la filosofía moral la propuesta es avanzar en una convergencia entre deontología y teleología. Ambas no son contrapuestas, sino más bien complementarias, pero esto requiere de un esfuerzo decidido, de voluntad política y de capacidad de diálogo.

Propuesta: la vuelta al “justo y recto equilibrio”

¿Cómo romper las posiciones antagónicas de los ejes mencionados?

La respuesta puede despertar desconcierto por su sencillez y falta de novedad: simplemente volviendo al “justo y recto equilibrio”. En general los grandes dilemas humanos tienen soluciones menos complejas de lo que parecen, pero que requieren de una decidida voluntad para resolverlos.

La propuesta que planteo es re-descubrir la clásica y antigua idea aristotélica del “justo medio”, que como sinónimo de virtud lleva a la perfección humana.

El equilibrio entre derechos y deberes, entre libertad y responsabilidad, y entre deontología y teleología parece ser hoy un camino que nos permite avanzar como país hacia mayores niveles de desarrollo humano. A mi juicio, en la base de los grandes problemas que hoy enfrenta el país está la lucha sorda y absolutista entre estos conceptos. Como sociedad se nos ha hecho difícil alcanzar puentes de encuentro y, en consecuencia, lo que prima es el enfrentamiento por sobre los acuerdos.

Pero que esto no lleve a equivocaciones. Fácilmente se puede caer en la tentación de creer que un “justo y recto equilibrio” es una postura simplista que tan sólo busca evitar los conflictos, tratando de mediar entre posturas opuestas sin entrar en divergencias con ninguna. Gran error. Caminar hacia un justo medio es un esfuerzo importante que requiere altas cuotas de racionalidad y prudencia, de experiencia compartida y de valor para la ejecución. El “justo medio” aristotélico era un desafío de vida que implicaba preparación y disposición de espíritu. Estaba muy lejos de ser algo irrelevante. Era a fin de cuenta la senda que conducía a la plena felicidad y, como tal, reservada sólo para los más virtuosos.

Por tal razón, promover un buen equilibrio implica tener la valentía de tomar postura, de salir de la indiferencia y de no sucumbir en una neutralidad sin sentido. Asumir esta propuesta supone que más que evitar problemas con las partes involucradas, es más probable entrar en conflicto con dichas partes. Esto, porque el equilibrio aristotélico se basa en la prudencia, es decir, en la recta razón a obrar conforme el bien. La prudencia no implica replegarse, sino entrar en acción de un modo racional, recto y justo.

Avanzar en un justo y recto equilibrio tampoco significa borrar las diferencias. Pretender suprimir las divergencias de opinión como exigencia de “moderación aristotélica”, es simplemente no entender la profundidad de la propuesta del filósofo de Estagira. El justo medio es una respuesta que nace de la más honda racionalidad humana y, como tal, jamás podría desconocer las diferencias que nacen de los pensamientos y convicciones de cada cual. Pero como esfuerzo racional supone respeto, reconocimiento del otro, tolerancia, empatía, humildad y capacidad de diálogo. Implica tener la disposición de ánimo para poner el acento en el bien común.

Por lo tanto, el justo equilibrio es ante todo una proposición de orden moral. Chile requiere de políticas que rompan los ejes que he descrito para llegar a un justo medio racional, que como dice Aristóteles se aleje del “exceso y del defecto”. Tarea difícil, pues implica reconocer que en el otro también hay parte de la verdad.

En síntesis, recuperar la visión de un justo y recto equilibrio al estilo aristotélico no es más que una invitación a volver a la virtud como eje central de nuestra convivencia.

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