Los símbolos del poder que se niegan a cambiar

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Romano Prodi ha sido una figura emblemática de la política italiana y europea. Ex primer ministro de Italia y expresidente de la Comisión Europea, siempre se lo vio acompañado por su esposa, Flavia Franzoni, cuya presencia serena equilibraba su figura pública. Desde su fallecimiento en 2022, Prodi aparece solo, caminando a veces con el cuerpo presente pero con una visible incomodidad emocional que se nota, especialmente cuando se enfrenta a ciertas expresiones de la política actual —como la gestión de Giorgia Meloni. Nada reprochable en la diferencia de ideas: esa es la base de la democracia. Pero en él se percibe un fastidio más profundo. Casi visceral.

Ese malestar se manifestó con particular claridad durante el evento “Libri Come 2025 – Festa del libro e della lettura” en Roma. En los días previos se había realizado una manifestación política en una plaza romana, en la que participaron numerosas figuras del ámbito intelectual de izquierda. Más tarde se sabría que la presencia de varios de ellos fue remunerada por el alcalde de Roma, Roberto Gualtieri, hecho que avivó aún más la controversia. En ese marco simbólicamente cargado, se distribuyó de forma gratuita a los asistentes una copia del Manifesto di Ventotene.

Este manifiesto, escrito en 1941 por Altiero Spinelli y Ernesto Rossi —ambos antifascistas detenidos en la isla de Ventotene—, es uno de los documentos fundacionales del proyecto europeo. Un texto que propuso, en pleno conflicto mundial, una Europa unida, pacífica y supranacional. Spinelli, militante socialista, fue más allá en sus propuestas y planteó ideas profundamente transformadoras, incluso con una crítica radical al concepto clásico de la propiedad privada.

Hoy, ese mismo Manifiesto ha pasado a ser un símbolo discutido. En un contexto donde los movimientos okupa, las tensiones sobre la vivienda y la propiedad privada generan polémica incluso en el Parlamento Europeo con algunos parlamentarios que siguen esa línea como es la italiana Salis, la primera ministra Giorgia Meloni reaccionó con contundencia. Al ver la masiva distribución del Manifesto di Ventotene, declaró: “No sé qué Europa quieren ustedes. Esta Europa, yo no la quiero.”

Fue un golpe certero al corazón cultural de la izquierda italiana, que aún se reconoce en los valores de Spinelli. A partir de allí, el Manifesto se volvió tema de análisis, debate, reinterpretación.

Y fue en ese ambiente —histórico, simbólico, tenso— que Prodi fue interrogado por la periodista Lavinia Orefici, de Quarta Repubblica. Ella, con tono firme pero respetuoso, le preguntó qué pensaba sobre la frase evidenciada sobre el contenido del Manifesto. Prodi, en lugar de responder, extendió la mano y le tiró de una mecha del cabello.

En ese momento nadie dijo nada. Los presentes negaron el gesto; el primero en negarlo fue Prodi. La prensa minimizó el hecho. Pero luego apareció el video. La evidencia era clara: un hombre mayor, poderoso, en una manifestación cultural, frente a una mujer joven que ejercía su oficio, responde con un acto físico invasivo y despectivo. Entonces se activó el escudo: “Tiene 84 años”, “Fue un gesto afectuoso”, “No hay que exagerar”. Se apeló a su trayectoria, a su dolor personal, a su desconexión emocional. Se volvió invisible lo que había hecho, para proteger lo que representa.

El gesto de Prodi no fue solo un acto imprudente; fue un símbolo. El símbolo de un hombre educado en una cultura donde el poder se demostraba con presencia, gesto, palabra, ocupación de espacio. Hoy, frente a una mujer joven que lo interpela, el gesto que le surge no es una respuesta argumentada, sino una invasión física leve, pero significativa. Como si las palabras ya no bastaran, como si el pensamiento se desordenara ante la imposibilidad de controlar la escena. Uno podría pensar que fue solo un gesto de otra época. Pero las italianas, en silencio, observan lo que ya conocen demasiado bien dentro de casa.

Para desilusionarnos y hacernos entender que no podemos pensar que el problema sea de otra generación sino que es más actual que nunca, pues basta mirar a la Italia de hoy para entender que no es cosa del pasado. Ayer, en Messina, Stefano, un joven de 27 años asesina a Sara, una joven de 22 años que no lo aceptaba. Ambos frecuentaban un curso universitario. Stefano la cortejaba desde hace dos años, Sara lo rechazaba. En el último chat a su amiga, Sara escribe: «¿Dónde estás? Estoy con el enfermo que me sigue». En efecto, el enfermo la sigue y le corta el cuello. La asesina ante el enésimo rechazo, la asesina en pleno espacio público, como si no solo ella, sino toda la sociedad, debiera saberlo: “si no me pertenece, no es de nadie”. Luego escapa. Ahora está encarcelado. Las cámaras, siempre las cámaras, nos harán conocer todos los particulares.

Y más lejos aún, en una Comisión parlamentaria, un congresista peruano argumenta que las mujeres no participan de las ciencias exactas por una supuesta “condición biológica”. No violencia física, no asesinato, pero sí el intento de cerrar el paso desde el discurso, de reinstaurar límites a través de la pseudociencia. Las elimina intelectualmente desde el alto de su existencia.

La línea es clara. Se tambalea una forma de pensar el mundo. Una “cáscara de potencia” masculina intenta mantener su forma mientras ya no tiene sustancia. El pensamiento que respondía a una sola lógica, una sola jerarquía, un solo modo de decidir, empieza a mostrar grietas. Y en esas grietas surgen otras formas de mirar, de organizar, de decidir… muchas de ellas femeninas o desde lo femenino.

Y ese “algo” que se les escapa de las manos —esa intuición, esa mirada no lineal, esa escucha que no es sometimiento— no se puede dominar. No se deja enmarcar en leyes, ni en protocolos, ni en manuales, menos en “formas”.

Por eso, cuando una mujer pregunta, incomoda. Cuando decide, desestructura. Cuando crea, desplaza. No se trata de hacer una guerra de géneros. Se trata de reconocer que hay un pensamiento que se desvanece, y otro que —aunque aún sin nombre— está emergiendo.

Y en ese tránsito, cada gesto, cada palabra, cada muerte, cada silencio… cuenta.

Y cuando ese pensamiento masculino —acostumbrado a la linealidad, al dominio, a la previsión— se desestructura, aparece el impulso de imponer. Cuando el argumento no alcanza, se alza la voz. Cuando la palabra no domina, se recurre al cuerpo. Cuando la presencia no basta, se recurre a la sangre.

Así, Stefano en Italia —incómodo por haber sido rechazado durante dos años por Sara, de 22 años— la persigue, la acosa, y cuando su deseo no encuentra respuesta, le corta el cuello en plena calle, a la vista de todos, como un acto de “reclamación final”. Ya no hay razón ni control. Solo furia. Solo acto. Solo muerte.

En otro plano, con otra máscara, un congresista de la República del Perú se alza desde su escaño y enuncia: “No hay una condición biológica que incentive a la mujer a participar en ciertas ciencias.”

No asesina, pero niega. No acosa con el cuerpo, pero sí con la teoría. Sostiene la superioridad de un pensamiento que ya no encuentra sustento, y en lugar de aceptar su declive, culpa a la naturaleza, como si el problema estuviera en el diseño femenino y no en el modelo masculino.

Uno mata porque no soporta ser excluido del deseo. Otro descalifica porque no soporta que haya mujeres más lúcidas, más rigurosas, más capaces de ordenar el mundo desde otro lugar. Ambos buscan lo mismo: restaurar el poder perdido.

Y mientras tanto, las mujeres continúan. Haciendo ciencia, preguntando, creando, liderando, amando con libertad, rechazando con claridad. Desestructurando no solo un modelo de pensamiento, sino toda una arquitectura emocional del poder.

Por eso no es exagerado detenernos en un gesto como el de Prodi, en una frase como la de Bustamante, en una escena como la del asesinato de Sara. No son hechos aislados. Son señales de una transición.

Una transición que no será suave, porque el poder no se cede fácilmente. Pero que —nos guste o no— ya ha comenzado.