El fin de las tarifas de itinerancia representa la recuperación de la libertad de los ciudadanos de viajar, de sentirse en casa, de no tener que pagar por cruzar una frontera, y poder considerar Europa como su hogar.
Más allá del lugar donde vive cada ciudadano, debe sentir que toda Europa es suya. Esto tiene mucha importancia simbólica. La idea surgió en 2004, porque cada vez más parlamentarios se hacían eco de las quejas nuestros ciudadanos, que tenían que pagar facturas astronómicas cada vez que salían de sus países con el móvil. Había que hacer algo. La primera normativa, en 2007, redujo los precios en un 60 %. Con la última, de 2017, se acaban las tarifas de itinerancia para siempre. Al principio todo el mundo estaba en contra, menos el Parlamento. El Parlamento siempre estuvo del lado de los consumidores, de los ciudadanos. Pero el Consejo de Ministros se manifestó totalmente en contra. Tuvimos que convencer a los Estados miembros para que trabajaran no solo por el bien de las empresas, sino también por el bien de los ciudadanos. Un ejército de grupos de presión se desplegó por Bruselas y por otras capitales de la Unión para persuadir a los ministros para que no cedieran. Es muy raro que una batalla política dure diez años, tres generaciones de parlamentarios. Tuvimos que ponerlo negro sobre blanco, para que no se olvide.
Todavía hay que salvar muchos obstáculos que afectan a esta libertad. Por ejemplo, para poder acceder a los contenidos con mayor facilidad independientemente del país en el que estemos. Y, en el caso de las empresas, para no tener que cumplir con miles de normas que dependan de cada territorio.