De la crisis del Estado a su tentación totalitaria. La pandemia como enemiga y como aliada

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Hace un tiempo al escribir el prólogo a un libro de Teoría del Estado, lo titulé «El Estado, un enfermo de mala salud de hierro”. Me refería a ese dicho sobre esos enfermos perpetuos que sobreviven a otro sanos, sin dejar de quejarse de sus dolencias. Citaba el libro «La crisis del Estado» que escribió Manuel Fraga, ¡en 1958! hace, pues, más de 60 años.

Es cierto que algunos elementos clásicos de la estructura del Estado se han debilitado, o, tal vez, transformado y adaptado a nuevas situaciones.

Lo indudable es que el poder político, de ser únicamente una fuerza bruta, se ha manifestado más eficaz de capacidad de control en su complejidad funcional de organismos y servidores públicos que llevan hasta el último rincón esa presencia del poder coactivo y seductor del Estado.

Desde los tiempos más remotos el Poder ha querido ser el OJO que todo lo ve, todo lo controla. No solo por la fuerza, sino por la adhesión a su propia naturaleza superior.

La idea de vincular Poder y Divinidad se daba ya en los Faraones egipcios y en los Emperadores romanos, y en otras muchas expresiones del Poder, legitimados por ese origen e identidad divina.

Al comienzo del Estado moderno, en el siglo XVI, un joven y brillante escritor, Etienne de la Böetie (1530-1563) redacta el «Discurso sobre la servidumbre voluntaria»-manuscrito que fascinó a Montaigne-, en donde explica como son esas costumbres inducidas de las que surgen relaciones sociales indubitables, las que sostienen la dominación y todas las formas de alienación, diríamos modernamente.

Cuando surge el Estado constitucional -en la segunda mitad del siglo XVIII- pareciera que un reforzado equilibrio de instituciones fuera a garantizar derechos y libertades, mediante ese mecanismo de pesos y contrapesos de los órganos del Estado, para evitar el abuso del poder de alguno de ellos.

A la vez que el fin último del orden constitucional se pretende que sea la salvaguardia de derechos y libertades de los ciudadanos.

Pese a todas las resistencias el papel del Estado va a crecer con los servicios públicos, su presencia aumentada cada vez más, en la economía, el urbanismo, las obras públicas, y la multiplicación de las Administraciones públicas.

En este periodo la sistematización de la burocracia, y el fortalecimiento de los cuerpos profesionales de funcionarios, reclutados por pruebas objetivas de mérito y capacidad, pareciera garantizar la presencia de servidores públicos del Estado, al servicio de la ley y de la sociedad.

En este proceso se han producido también desequilibrios graves: la pretensión del Poder Ejecutivo-Presidentes y gobiernos-de influir decisivamente en el reclutamiento de los miembros de los otros poderes del Estado, legisladores y agentes del Poder judicial.

También se ha tratado de influir en la selección de los funcionarios públicos, por el tamiz del clientelismo político. Otro cauce más reciente es el crecimiento desmesurado de los Asesores políticos de libre designación, de baja capacidad y competencia técnica, porque lo decisivo en su fichaje-en la mayoría de los casos-es la fidelidad política y la servidumbre clientelar hacia quienes los han designado.

El grave inconveniente no solo es el gravamen económico público, para una casi nula eficencia, sino que, en bastantes ocasiones, desde esa ignorancia, tales asesores pretenden, revestidos de sus cargos, recomendar e imponer medidas que llevan al desastre.

Otro fenómeno gravemente distorsionador ha sido hijo de la cada vez más presencia y control de las distintas administraciones del Estado y sus instituciones en las variadas manifestaciones económicas. La hiedra de la corrupción se ha ido extendiendo, en distintos grados, pero pareciera un contagio incurable.

La Independencia, la Integridad, la Imparcialidad de los jueces-la Triple I, como la he llamado en varias obras-es la más necesaria para garantizar un verdadero Estado democrático de Derecho, y por ello todas las acechanzas para manipularla.

Este Estado de Derecho está al servicio de una democracia trasparente y consciente.

Recordemos que en su obra «Democracia en América”, Alexis de Tocqueville, que escribía tras visitar aquella joven democracia de EEUU, en sus primeros años, apuntaba que la garantía de la vitalidad y continuidad de aquel régimen político se encontraba en la capacidad de aquella sociedad de autoorganizarse y generar, espontáneamente, pequeñas comunidades promotoras de la defensa de sus derechos. Por ello en ese país la mayor exigencia a sus políticos es que digan la verdad a su pueblo, y por lo tanto lo que no se perdona es la mentira y el engaño de quien desempeña un cargo público.

Resulta significativo que John F. Kennedy escribiera en 1954-56 la obra «Perfiles del coraje”, reflejando los actos de valor e integridad de 8 senadores, de distintas épocas que se arriesgaron a la impopularidad por decir lo que consideraban la verdad y necesario para el pueblo norteamericano, en vez de caer en la adulación servil, atribuyéndose el papel de servidores del bienestar pretendido, envuelto en falsedades.

Sin pretender establecer ningún paralelismo no puedo dejar de señalar que hace una docena de años, en el libro colectivo que coordiné titulado «Regenerar la Política. Ciudadanos, ¡sed protagonistas!» (ed. Ugarit e Ibem, Valencia, 2008), reivindicamos esa capacidad de autoorganización de la ciudadanía y el freno a los liderazgos idolátricos, enmascarados bajo la piel de salvadores carismáticos.

De ahí el peligro de utilizar el espantajo del ENEMIGO, real o ficticio, de cualquier forma, o manifestación-la guerra de la Pandemia, por ejemplo-para un liderazgo político que quiera montarse sobre el potro de lo excepcional y apocalíptico para perpetuarse en el poder, con un mínimo de límites y controles. E incluso exigir apoyo sin condiciones, adhesiones sin fisuras.

Otra magnitud de hondas raíces pero que ha crecido de forma increíble en los últimos tiempos son los servicios de información del Estado, secretos o no, que, con los instrumentos de tecnologías poderosas-satélites, agencias de seguridad interfiriendo todas las comunicaciones, radiales, telefónicas, de internet-rastrean todo lo que decimos y hacemos y se alarman ante palabras peligrosas como libertad. Ahora con el pretexto del Coronavirus quieren intervenir nuestros móviles para saber por dónde vamos, con quien hablamos y que hacemos ¡seguramente para quedarse para siempre!

Por ello, a la vez que hay que defender un Estado al servicio del bien común, hay también que robustecer los mecanismos de defensa y garantía de los derechos y libertades, potenciar a los Defensores del Pueblo-verdaderamente independientes-controladores de la Administraciones públicas, incrementar los límites a ese Poder que tiende a creerse único.

Es cierto que en todas partes la epidemia ha hecho florecer manifestaciones espontaneas de voluntariado solidario, expresiones de cumplimiento de deberes y ética de servidores públicos y privados verdaderamente admirables. Estos valores se encuentran en el núcleo de una sociedad democrática. Compartimos la legitimidad del principio de gobierno de la mayoría-tras elecciones libres, trasparentes y plurales-pero es tan importante el principio de protección de las minorías, y el sometimiento de todos al marco legal que se han otorgado libremente ciudadanos iguales, moralmente respetados como tales.

En el marco del Estado la democracia como fundamento del mismo debe apoyar la participación generalizada, las iniciativas legislativas populares, las comisiones de investigación a iniciativa de minorías parlamentarias, la transparencia plena de los comportamientos públicos, con respeto al derecho a la intimidad de las personas.

Y la principal vacuna democrática: la regla de la no reelección, de tal modo que deje de ser la obsesión por continuar en el poder la motivación principal que mueva a los dirigentes políticos.

La realidad social postpandemia nos obliga a ir más allá de lo político o parlamentario. Habría que fomentar un espíritu societario en las empresa -y en otras organizaciones- que fuera sentida como comunidad participada en la que, si se exige sacrificios a los trabajadores en momentos difíciles, también tendrán que ser partícipes de beneficios y ventajas, en tiempos de bonanza. Esta reciprocidad buena para todos debe también desterrar esa mentalidad cicatera de solo pensar en los aumentos salariales, sin importar la suerte de la empresa/comunidad por algunos empleados.

Tendríamos que movilizar servicios voluntarios cooperativos para abordar tareas comunes y necesarias, ¿cómo es posible que todos los años ante incendios e inundaciones nos reprochemos que no se hicieron las tareas de limpieza y prevención en bosques, montes, cauces, ramblas, etc., que provocan de nuevo las mismas catástrofes? Esta reflexión se puede proyectar sobre un sinnúmero de situaciones.

Rescatemos para el conocimiento creativo a todas las personas valiosas, sin desperdiciar ninguna. Este es el mayor despilfarro, el de nuestra inteligencia colectiva.

Seamos capaces de frenar el consumismo compulsivo, coexistiendo con necesidades agobiantes de otros conciudadanos, y también personas de otras partes a las que nos vincula la identidad humana.

Impidamos esa agresión brutal contra la naturaleza, origen, posiblemente de tantas convulsiones de la tierra, el agua y el aire, incluidas las epidemias.

Todos los saberes y enseñanzas deberían estar traspasados por el valor de la solidaridad y sus aplicaciones.

La conciencia de la ciudadanía como virtud cívica debe motivar nuestras responsabilidades y deberes tanto personales, como profesionales y comunitarios. Esta, y no otra, es la mejor garantía de la consagración de los derechos, como emanación natural del entrecruzamiento de los deberes de todos.

Ese es el horizonte de una civilización de sujetos éticos.

No somos tan ingenuos par pensar que va a desaparecer, de repente, el egoísmo, la codicia, el engaño, la violencia, ese individualismo que quiere imponerse pisoteando a los demás.

No hace mucho escribía Carlos Díaz en la Hora de Mañana, “Poco le importa a mi vecino el coronavirus de su corazón infectado por los excesivos miasmas del ego y del mi…»

De lo que se trata es que tales comportamientos y actitudes queden, poco a poco, arrinconados con un reproche moral y social, y crezca el equilibrio entre libertad y cooperación, bien personal y bien común.

El apoyo mutuo combina cooperación y competencia, como emulación para mejorar.

Regeneremos la Política hacia una exigencia moral de la ciudadanía como comunidad de personas libres que creen en lo que comparten con los demás, sin renunciar a la autonomía personal.

Estemos alertas ante esos hábitos inducidos de obediencia debida y ciega, para manejarnos como rebaño.

La Böetie, al principio de su «Discurso sobre la servidumbre voluntaria”, que también llamó, “Contra el Uno”, nos advertía: «La primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia su amargo veneno».