“Oro y Hoja de Coca” de Colombia nos obliga a reivindicar la historia y la propiedad histórico-cultural andina.

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I. La leyenda del sacerdote y su dios

Cuando los conquistadores cruzaron las montañas en busca del oro del Sol, los pueblos ya conocían la hoja sagrada. La masticaban desde tiempos antiguos para aliviar el cansancio, vencer el hambre y ofrecer su aliento a la tierra. Ante la insaciable búsqueda de El Dorado, un sacerdote inca logró organizar un escondite secreto con los ornamentos del templo, sabiendo que los conquistadores vendrían por ellos. El sacerdote fue apresado y torturado, pero no indicó dónde se encontraba el oro.

En su agonía, el sacerdote elevó su voz al cielo y clamó:

“Padre Sol, escucha mi ruego.
Los hombres han perdido la medida.
Quieren devorar lo que no pueden digerir y
poseer lo que no pueden abarcar.
Danos justicia, danos esperanza,
para que la vida no se extinga bajo su gula.”

El dios guardó silencio tres días, mientras la tierra temblaba y los hombres esperaban su respuesta.
Al amanecer del cuarto día, el Sol habló:

“He escuchado tu ruego.
Pero mi castigo no será fuego ni piedra.
Les entregaré una hoja: la hoja que
mis hijos usan con respeto y devoción.
En sus manos se volverá veneno,
porque no conocen el límite ni la medida.
La masticarán sin fe, la triturarán hasta convertirla en polvo,
y ese polvo será su ruina. Su gula será su castigo.”

El sacerdote quedó mudo de asombro. Comprendió que los dioses no destruyen con rayos, sino con espejos.
Desde entonces, la hoja de coca viaja por el mundo recordando que lo sagrado, una vez profanado, termina siempre devorando a quien lo corrompe.

La profecía se cumplió.
Convertida en polvo mortal, la hoja cruzó los océanos.
Miles de jóvenes mueren cada año en los márgenes del consumo; familias enteras son destruidas; naciones enteras, corrompidas por el dinero que brota del dolor ajeno.
El precio de la cocaína ya no se mide en oro, sino en vidas humanas, en cuerpos vacíos y en conciencias rotas.
La ambición se volvió sistema, y la corrupción, su liturgia.

II. De la hoja sagrada al cultivo de la codicia

Hasta fines de los años sesenta, Colombia no cultivaba hoja de coca.
La planta, oriunda en los Andes centrales, se traía desde Perú y Bolivia, donde su uso era ritual y medicinal; es originaria de ambos países andinos.
Los primeros laboratorios colombianos compraban pasta básica de cocaína a intermediarios peruanos y bolivianos, y la refinaban para exportarla.

A mediados de los setenta, cuando la represión en los países andinos dificultó el tráfico por la erradicación de la planta y la demanda internacional crecía, los grupos criminales colombianos comenzaron a sembrar sus propias parcelas en Putumayo, Caquetá y Guaviare.
La planta se adaptó al clima húmedo y, en pocos años, los carteles de Medellín y Cali pasaron de ser refinadores a productores.
En la década de 1980, la coca se transformó en el nuevo oro verde, fuente de violencia y de poder. Financiaba guerrillas, corrompía instituciones y alimentaba el conflicto.

El Plan Colombia de los años 2000 intentó frenar el fenómeno con fumigaciones y erradicación, pero solo desplazó los cultivos.
Según la UNODC, Colombia alcanzó en 2023 253.000 hectáreas de cultivos ilícitos y una producción potencial de 2.600 toneladas de cocaína pura, la cifra más alta de su historia.
Mientras Perú erradicó más de 25.000 hectáreas y Bolivia mantuvo control comunitario, Colombia redujo su erradicación manual a menos del 1 %.

Un kilo de cocaína cuesta 1.000 dólares en la selva, 10.000 en los laboratorios y hasta 200.000 dólares en las calles de Europa o Estados Unidos.
Esa diferencia alimenta una economía global que lava su dinero en los circuitos económicos y comerciales de Occidente, y deja a los campesinos, con la mayor culpa, atrapados entre la pobreza y el miedo.

III. El espejo europeo: consumo, contaminación y lavado

El ciclo no termina en América: cruza el Atlántico.
En Europa, el consumo de cocaína aumenta de forma constante desde 2016, según el Observatorio Europeo de Drogas y Toxicomanías.
Los análisis de aguas residuales en más de ochenta ciudades europeas revelan concentraciones crecientes de residuos de cocaína.
En Ámsterdam, Amberes, Zúrich o Milán, los ríos fluyen con rastros químicos del placer de la omnipotencia.
Se han encontrado incluso residuos en peces y vida marina, símbolo literal de la contaminación moral de nuestro tiempo.

Mientras tanto, las ganancias del narcotráfico regresan al sistema financiero internacional convertidas en capital limpio: inversiones, arte, bienes raíces y cuentas bancarias en los mismos países que promueven programas de erradicación.
La UNODC estima que el lavado de dinero representa hasta el 3 % del PIB mundial.
El resultado es una hipocresía compartida: quienes se dicen víctimas son parte del circuito que perpetúa el crimen.

En este contexto, resulta desconcertante que el gobierno colombiano de Petro inaugure en Roma la exposición “Oro y Hoja de Coca”, en la sede del IILA, bajo el pretexto de “reivindicar la memoria ancestral”.
Esa memoria no le pertenece.
La hoja de coca nació en los Andes peruanos y bolivianos; Colombia la transformó en polvo y en guerra.
Presentarla como símbolo cultural es una sustracción de patrimonio espiritual, en la sede de una institución diplomática que no ha hecho prevalecer el rigor científico ni el histórico.

IV. Epílogo: la profecía cumplida

El sacerdote pidió justicia, y su dios le dio la advertencia.
Pero los hombres, por su insaciable ambición de omnipotencia, cruzaron el límite. Devoraron el oro y profanaron la hoja.
De ambos extrajeron riqueza y poder, y de ambos recibieron su condena.

Hoy, los ríos arrastran residuos de cocaína, los bosques se talan para sembrar más, y las ciudades celebran exposiciones que convierten el dolor en discurso estético.
La maldición no es castigo divino: es el fruto de la gula, del deseo sin medida que confunde la posesión con la plenitud.

La muestra en Roma no rescata una memoria: la reescribe y la confunde.
El Gobierno de Colombia, acompañado por Artesanías de Colombia, pretende reconciliar al mundo con una hoja cuya pureza fue destruida por quienes ahora buscan dignificarla.
Sin contar con la participación de Bolivia y Perú, Colombia nos obliga a esclarecer los orígenes y las circunstancias en vísperas de la Cumbre UE–CELAC, donde debe primar la verdad de los hechos y de la historia. Más aún ante las sociedades de Austria, España, Polonia, Francia, Portugal, Países Bajos, Chequia y Finlandia, las cuales deben conocer las raíces del problema y no su artificio diplomático.

El sacerdote pidió esperanza; los dioses ofrecieron advertencia.
Y nosotros, herederos de esa advertencia, la hemos convertido en mercancía.

La hoja de coca puede ser consumida: masticándola, usándola como hoja o en infusión.
Lo demás —triturarla, convertirla en PBC— es buscar la omnipotencia que no es facultad humana.
Tan claro como que la propiedad intelectual histórico-cultural debe prevalecer sobre cualquier apropiación política o simbólica.