James Robinson es coautor de uno de los libros más influyentes sobre desarrollo y poder institucional: Por qué fracasan los países, junto a Daron Acemoglu. En él, plantea que el éxito o fracaso de una nación no depende de su geografía ni de su cultura, sino de la calidad de sus instituciones.
Algo se mueve en Perú. Aumentan las personas que asumen que el país está mal, asumen la responsabilidad de exponer claramente la situación en diversas áreas: el aparato estatal, la relación con las empresas, la dificultad de emprender y sostener una empresa. También comprenden que la seguridad ciudadana no es un problema aislado: si vos podés protegerte, ¿cómo harán tus trabajadores para llegar a la empresa y cumplir su jornada?
Un primer evento fue CADE. Año tras año, toma más cuerpo Perú Sostenible. La edición 2025 fue clara, sin ambigüedades, y sin miedo a incomodar a quienes aún evaden la realidad.
James Robinson, Premio Nobel de Economía 2024, fue uno de los invitados centrales. Su diagnóstico fue contundente: el Perú enfrenta una economía no inclusiva, marcada por instituciones débiles y una estructura que no permite que el crecimiento alcance a todos.
Sin embargo, Robinson también destacó la capacidad de adaptación de la población, especialmente en las provincias, donde la gente ha logrado crear empresas que prosperan a pesar del entorno adverso. Mencionó el caso de Yanbal, como ejemplo de una compañía que ha sabido crecer desde lo local hacia lo internacional, demostrando que la iniciativa empresarial puede surgir incluso en contextos de exclusión.

Robinson recordó que durante el primer gobierno de Alan García se habló de los Doce Apóstoles —un grupo de empresas que, según se decía, habían sido “bendecidas” por el poder político. Hoy, sin necesidad de bendiciones explícitas, ese número se ha multiplicado. La economía peruana ha dado lugar a nuevos grupos empresariales, muchos de ellos surgidos en provincias, que operan con lógicas distintas y que no siempre están bajo el radar de Lima.


Esta transformación no fue profundizada por Robinson, pero quedó clara en su exposición: el poder económico ya no es exclusivo, ni estático.
También señaló que tener un Ministerio de Economía y un Banco Central de Reserva excepcionales no basta cuando la seguridad no está garantizada, cuando la salud y la educación no funcionan. Esa desconexión, dijo, excluye el desarrollo del país.
Para ilustrarlo, recurrió a una imagen potente: el templo incaico del Coricancha en Cusco, sobre el cual se construyó el Convento de Santo Domingo. Lo real y lo imaginario no coinciden, pero conviven —como en la economía peruana, donde las estructuras formales no siempre reflejan la realidad social.

También se refirió al valor simbólico y económico de los recursos naturales del Perú -el oro, el cobre, la riqueza minera- y advirtió que no significan lo que podrían significar en una sociedad con instituciones sólidas.
Tener un subsuelo rico no basta si el Estado no logra traducir esa riqueza en bienestar colectivo. Sin instituciones inclusivas, el oro no brilla, el crecimiento no se distribuye, y el desarrollo se posterga.
La distancia entre la realidad y la dicción se hizo evidente durante la pandemia. El entonces presidente Martín Vizcarra ordenó que nadie saliera de casa, sin considerar que 8 de cada 10 peruanos en situación de pobreza no tienen refrigeradora. Para alimentarse, millones de personas debían salir cada día a comprar lo justo.

El resultado fue devastador: Perú se convirtió en uno de los países con mayor mortalidad por COVID-19 en el mundo. La política pública habló en voz alta, pero no escuchó a quienes viven en voz baja.
Como remate, Robinson mencionó que si uno entra a la página oficial del gobierno peruano, lo primero que aparece es un enlace para denunciar a un funcionario corrupto. Aunque hoy ese acceso ya no está en la portada principal, sigue activo en secciones institucionales.
Esa sola imagen -una puerta de entrada marcada por la sospecha- resume, sin necesidad de más palabras, el nivel de desconfianza estructural que atraviesa al país. La corrupción no es solo un problema: es el punto de partida desde el cual el Estado se presenta ante sus ciudadanos.
Esta presentación no ha hecho más que motivar a los peruanos. Nos recordó que tenemos un tesoro de país, lleno de talento, historia, recursos y capacidad emprendedora. Pero también nos mostró que el desarrollo no llega solo: se construye con inclusión, decisión y responsabilidad. No podemos seguir postergando el futuro por evasión o indiferencia. Manos a la obra. El Perú lo merece.







