En el día de Europa, de la Unión Europa, las palabras de Papa Francisco son la mejor reflexión para festejar este continente que está atravesando un periodo de confusión. Pero, estas palabras no son sólo para Europa, son también muy adecuadas con los países de América latina.
El premio que el Papa Francisco ha recibido no ha querido que sea interpretado como una celebración sino, más bien, una ocasión para auspiciar juntos un impulso nuevo y audaz para este amado Continente.
La creatividad, el ingenio, la capacidad de levantarse y salir de sus límites pertenecen al alma de Europa. En el siglo pasado, ella dio testimonio a la humanidad que un nuevo comienzo era posible: después de años de enfrentamientos trágicos, que culminó en la guerra más terrible que se tenga memoria, ha surgido, con la gracia de Dios, una novedad sin precedentes en la historia. Las cenizas de los escombros no pudieron extinguir la esperanza y la búsqueda del otro, que ardían en el corazón de los Padres fundadores del proyecto europeo. Ellos pusieron las bases de un baluarte de la paz, de un edificio construido a partir de los Estados que no están unidas por imposición, sino por la libre elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse. Europa, después de muchas divisiones, finalmente se encontró a sí misma y comenzó a construir su casa.
Esta «familia de pueblos», señala Papa Francisco, aparece que la atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la unidad parecen cada vez más apagados, por motivos egoístas. Sin embargo, estoy convencido que la resignación y el cansancio no pertenecen al alma de Europa y que también «las dificultades pueden convertirse en potentes promotores de unidad».
Recordo sus palabras en la sede del Parlamento Europeo, cuando habló de una Europa abuela, de una Europa cansada y envejecida, donde los grandes ideales que habían inspirado a Europa hubiesen perdido fuerza atractiva. Una Europa tentada de querer asegurar y dominar espacios más que genera procesos de inclusión y transformación.
¿Qué te ha pasado, Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado, Europa tierra de poetas, filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha pasado, Europa madre de los pueblos y las naciones, la madre de los grandes hombres y mujeres que fueron capaces de defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos?
Evocando al escrito Elie Wiesel, quien decía que era necesario realizar una «transfusión de memoria», tomando distancia del presente para escuchar la voz de nuestros antepasados,
La transfusión de memoria nos libera de la tendencia actual es, a menudo, más atractiva para fabricar de prisa en las arenas movedizas resultados inmediatos que podrían producir «una renta política fácil, rápida y efímera, pero que no construyen la plenitud humana».
Esta transfusión de memoria nos permite inspirarnos en el pasado para afrontar con valentía el complejo panorama multipolar de nuestros días, con la determinación de aceptar el reto de «actualizar» la idea de Europa. Una Europa capaz de dar a luz a un nuevo humanismo basado en tres habilidades: la capacidad de integrar, la capacidad de dialogar y la capacidad de generar.
Capacidad de integrar
El Papa Francisco evoca Erich Przywara, y su obra «La idea de Europa», resalta la idea de la ciudad como un lugar de convivencia entre los distintos órganos y niveles, se refiere a que la belleza de muchas ciudades europeas se debe al hecho de haber mantenido en el tiempo las diferencias de épocas, de naciones, de estilos, de visiones. Basta con mirar el inestimable patrimonio cultural de Roma para confirmar una vez más que la riqueza y el valor de un pueblo tiene sus raíces en ser capaz de articular todos estos niveles en una sana convivencia. El reduccionismo y todas las intenciones de uniformar, lejos de generar valor, condenan a nuestra gente a una cruel pobreza: la de la exclusión. Y lejos de aportar grandeza, riqueza y belleza, la exclusión provoca bajeza, estrechez y brutalidad. Lejos de dar nobleza de espíritu, aporta mezquindad.
Las raíces de nuestros pueblos, las raíces de Europa se fueron consolidando en el transcurso de su historia, aprendiendo a integrarse en síntesis las más diversas culturas y sin relación aparente entre ellas. La identidad europea es, y siempre ha sido, dinámica y multicultural.
Sin esta capacidad de integración, las palabras pronunciadas por Konrad Adenauer en el pasado resonarán hoy como una profecía del futuro: «El futuro de Occidente no está amenazada tanto por la tensión política, cuánto por el peligro de la masificación, de la uniformidad de pensamiento y de sentimiento; en fin, por todo el sistema de vida, por huir de la responsabilidad, con la única preocupación por uno mismo».
Capacidad de diálogo
Si hay una palabra que debemos repetir hasta que nos cansamos es la siguiente: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura de diálogo tratando por todos los medios de abrir instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social. La cultura del diálogo implica un aprendizaje genuino, un ascetismo que nos ayude a reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permite mirar al extranjero, al migrante, al que pertenece a otra cultura como un sujeto que debe ser escuchado, considerado y apreciado. Hoy, para nosotros, es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro», perseguir «la búsqueda de consenso y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, capaz de memoria y sin exclusiones». La paz será duradera en la medida en la cual armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y de la negociación. De esta manera podemos dejarles como herencia una cultura que sepa cómo delinear estrategias no de la muerte sino de vida, no de exclusión, sino de integración.
Esta cultura de diálogo, que debe ser incluida en todos los programas escolares como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas generaciones una forma de resolver los conflictos de manera diferente a como estamos acostumbrados. Hoy en día es urgente crear «coaliciones» no sólo militares o económicas, sino culturales, educativas, filosóficas, religiosas. Coaliciones que destaquen que detrás de muchos conflictos, a menudo está en juego el poder de los grupos económicos. Coaliciones capaces de defender a las personas de ser utilizadas para fines impropios. Armemos nuestros pueblos con la cultura del diálogo y del encuentro.
Capacidad de generar
El diálogo y todo lo que implica, nos recuerda que nadie puede limitarse a ser un espectador, ni un mero observador. Todo el mundo, desde el más pequeño al más grande, tiene un papel activo en la construcción de una sociedad integrada y reconciliada. Esta cultura es posible si todos participamos en su desarrollo y construcción. La situación actual no permite meros observadores de las luchas de la gente. Por el contrario, es una firme llamada a la responsabilidad personal y social.
En este sentido, nuestros jóvenes tienen un papel predominante. Ellos no son el futuro de nuestros pueblos, son el presente; son aquellos que ya hoy en día con sus sueños, con su vida están forjando el espíritu europeo. No podemos pensar en el mañana sin ofrecerles una participación real como agentes de cambio y transformación. No podemos imaginar Europa sin hacerlos partícipes y protagonistas de este sueño.
Últimamente he reflexionado sobre este aspecto y me he preguntado: ¿cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes en esta construcción cuando los privamos del trabajo; de trabajos dignos que les permitan desarrollarse a través de sus manos, de su inteligencia y de su energía? ¿Cómo pretendemos reconocerles el valor de protagonistas, cuando las tasas de desempleo y subempleo de millones de jóvenes europeos están aumentando? ¿Cómo evitar la pérdida de nuestros jóvenes, que terminan por irse a otra parte en busca de ideales y sentido de pertenencia porque aquí, en su tierra, no sabemos ofrecerles oportunidades y valores?
La distribución equitativa de los frutos de la tierra y del trabajo humano no es simple filantropía. Es un deber moral. Si queremos pensar en nuestra sociedad de una manera diferente, tenemos que crear puestos de trabajo dignos y bien remunerados, especialmente para nuestra juventud.
Esto requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de las personas y la sociedad. Y esto nos exige la transición de una economía líquida a una economía social. Me refiero a la economía social de mercado, también alentada por mis predecesores (cf. Juan Pablo II, Discurso al Embajador de R. F. de Alemania, 8 de noviembre de 1990). Pasar de una economía que apunta a la renta y al beneficio sobre la base de la especulación y al endeudamiento con intereses a una economía social que invierta en las personas mediante la creación de puestos de trabajo y cualificaciones.
Hay que pasar de una economía líquida, que favorece la corrupción como medio para obtener beneficios, a una economía social que garantice el acceso a la tierra, al techo por medio del trabajo como un ámbito en el cual las personas y las comunidades puedan poner en juego «muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección hacia el futuro, el desarrollo de habilidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración. Por lo tanto, la realidad social del mundo de hoy, más allá de los intereses limitados de las empresas y de una discutible racionalidad económica, exige que «se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo […] para todos»
Con la mente y el corazón de esperanza y sin vanas nostalgias, como un niño que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y de fe, sueño un nuevo humanismo europeo, «un constante proceso de humanización», a los cuales sirven «memoria, valor, sana y humana utopía». Sueño una Europa joven, que todavía puede ser madre: una madre que tenga vida, porque respeta la vida y da esperanzas de vida. Sueño una Europa que se hace cargo del niño que socorre como un hermano al pobre que llega en busca de acogida porque no tiene nada y pide refugio. Sueño una Europa que escucha y valora a los enfermos y ancianos, para que no sean reducidos a objetos improductivos de descarte. Sueño una Europa, donde ser un migrante no es un delito, sino más bien una llamada a un mayor compromiso con la dignidad de todos los seres humanos. Sueño una Europa donde los jóvenes respiran el aire limpio de la honestidad, aman la belleza de la cultura y de una vida sencilla, no contaminado por las necesidades del consumismo sin fin; donde casarse y tener hijos sea una responsabilidad y una gran alegría, no un problema, debido a la falta de un trabajo suficientemente estable. Sueño una Europa de las familias, con políticas realmente eficaces, centradas en las caras y no en números, en los nacimientos de niños más que en el aumento de bienes. Sueño una Europa que promueva y proteja los derechos de todos, sin olvidar los deberes hacia todos. Sueño una Europa de la cual no podamos decir que su compromiso con los derechos humanos ha sido su última utopía.