Giorgio Armani, quien hizo de Milán el sueño de libertad femenina

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Puedo hablar desde los años ’80, cuando las mujeres italianas se vestían en una mezcla de amas de casa y vestidos de fiesta. No existía aún una vestimenta para ser profesionales ejecutivas, seguras, listas para avanzar en la carrera. En una Europa donde “l’abito fa il monaco” —la ropa define la función—, cada uno se vestía según su oficio: el obrero con mameluco, el panadero con mandil blanco, la secretaria con su uniforme y la chompa. Fue Giorgio Armani quien rompió ese esquema: destructuró el ropero masculino y creó la ropa ejecutiva para la mujer, con chaquetas de hombros marcados, pantalones holgados y líneas que otorgaban autoridad sin renunciar a la feminidad.

Con Armani, muchas mujeres encontraron una nueva forma de estar en el mundo laboral.
El traje dejó de ser símbolo exclusivo masculino y se convirtió en herramienta de presencia, de autoridad y de respeto.

Armani tenía un imaginario muy claro sobre cómo debían vestirse hombres y mujeres. Estudió medicina y conocía el cuerpo humano. Tras cumplir el servicio militar, abandonó la medicina y entró a trabajar en La Rinascente, el gran multistore milanés, que adquiere ese nombre en 1917, luego que un incendio devoró el anterior negocio. Los hermanos Bocconi, transfieren su sastrería al centro de Milán, en la plaza del Duomo, donde aún se mantiene. Hablamos de los mismos Bocconi que dieron vida a la Universidad homónima. Son tres tradiciones que definen a Milán: el trabajo artesanal, el estudio académico y la creatividad. Armani comenzó como vetrinista, diseñando lindas vitrinas que pronto llamaron la atención.

Su talento fue reconocido por Nino Cerruti, quien lo incorporó a su lanificio y le confió la línea masculina Hitman. Fue allí donde Armani empezó a diseñar, acumulando experiencia. Poco después conoció al arquitecto y manager Sergio Galeotti, su compañero de vida y de trabajo, con quien fundó la marca Giorgio Armani en 1975. Armani nunca se consideró sastre ni costurero: se definió como stilista, un creador de estilo.

Para él, las telas eran la clave: consistencia, caída, textura. Sus creaciones estaban pensadas para el mundo cotidiano, no para la fantasía del espectáculo. Recordaba siempre: “un vestido es nuestra segunda piel”. Su autenticidad abrió una época: millones de mujeres adaptaron incluso sus cuerpos para poder vestir sus trajes.

La muerte de Galeotti fue un golpe durísimo para Armani. Aun así, siguió adelante con la empresa, apoyado por su sobrina Silvia Armani y por Leo Dell’Orco, su actual compañero, con quien apareció tomado de la mano en su último desfile.

Armani no solo consolidó un imperio de moda, sino que hizo de Milán el epicentro mundial de la elegancia, junto a otros grandes como Gianfranco Ferré, Valentino, Max Mara y tantos más. Fue el milanés por excelencia: austero, incansable, trabajador. “Se sentaba y se quedaba sentado trabajando”, decían de él.

Hasta sus últimos días demostró apego a la vida italiana. La semana pasada compró La Capannina di Franceschi en Forte dei Marmi (Lucca), legendario restaurante y discoteca fundada en 1929, donde él mismo conoció a Galeotti. Más que una inversión, fue un gesto de afecto, un homenaje a los lugares de encuentro, buena comida y diversión italianos.

Su empresa defendió siempre la moda sostenible y promovió campañas humanitarias. Los ingresos de Acqua di Giò apoyaron a UNICEF y la lucha contra el SIDA.

Con 91 años, Giorgio Armani se ha ido dejando una huella única. Fue más que un diseñador: fue arquitecto de la elegancia moderna, constructor de símbolos sin ostentación y empresario que mantuvo el diseño en el centro de todo. Su célebre frase lo resume:

“La elegancia no es hacerse notar, sino hacerse recordar.”

Gracias, Giorgio. Milán, y el mundo, te recordarán siempre.