Migración y Globalización: la insostenible paradoja. Por Florent Sardou.

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La Organización Internacional para las Migraciones lo afirma: la migración es un fenómeno tan antiguo como la propia humanidad. Los movimientos de poblaciones datan de tiempos inmemoriales y contribuyeron, contribuyen y contribuirán a fabricar nuevos pueblos y nuevas civilizaciones.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos ratificada en 1948, quizás el texto fundamental del derecho internacional, consagra este derecho en su artículo 13 (Alinea 1: “Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y alinea 2: “Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”).

Aclaramos primero la definición de migrante: define cualquier persona nacida en un sitio fuera de su lugar de residencia.

Luego es necesario informar. A pesar de la legítima indignación causada por la oleada de naufragios mortíferos en el mar Mediterráneo, el número de migrantes de nuestra época queda lejos de las cifras alcanzadas en los dos siglos anteriores en proporción a la población mundial. Hay que seguir recordando el periodo de migración masiva que caracterizó el siglo XIX y el inicio del siglo XX (60 millones de europeos emigraron hacia las Américas entre 1815 y 1915).

El número total de migrantes viviendo en el extranjero en 2013 representaba 232 millones de seres humanos según la OIT. Eran 175 millones en 2000 y 77 millones en 1965.

Lo que, en realidad, debiese alertarnos hoy es el alza de los refugiados. Estos últimos son una categoría de migrantes reconocida por la Convención de Ginebra redactada en 1951. Es calificado como tal cualquier persona que con «fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda, a causa de dichos temores, o no quiera acogerse a la protección de tal país». (Art. 1 (A) (2), de la Convención sobre el Estatuto de Refugiado de 1951, modificada por el Protocolo de 1967).” El alto comisario de la ONU para los refugiados, Antonio Guterres, anunció en junio del año pasado que el número de refugiados superó la cifra de 50 millones de personas por primera vez desde el fin de la segunda guerra mundial.

Y esta cifra seguirá aumentando.

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“La obsesión de las fronteras”

Nuestro mundo globalizado vive en una paradoja cada vez más insostenible: favorece (y logró una liberalización casi completa) los intercambios de capitales, bienes y servicios pero hizo lo contrario en el ámbito de la migración. Muchos pensaban que la globalización económica avanzaría hacia la extinción de las fronteras. Pasó todo lo contrario. A partir de los años setenta, las migraciones se han transformado en tema prioritario en las políticas de seguridad interna e internacionales. Se han multiplicado políticas de control de los flujos migratorios. Han proliferado campos de refugiados. Se han creado y endurecido los trámites fronterizos, y hasta muros han sido edificados a lo largo de las rutas más seguidas por los candidatos al exilio (Cachemira, Sahara Occidental, Israel, Frontera en Estados Unidos y México etc.).

El geógrafo francés Pierre Foucher, en su libro epónimo publicado en 2007, analiza con precisión esta “obsesión de las fronteras”. Explica que las fases de globalización económica siempre están acompañadas por un movimiento de consolidación territorial. Por todas partes en el mundo se negocian problemas de fronteras: por mediación política o recurriendo a la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Desde 1991 el mundo tiene 30 mil kilómetros más de fronteras.

La conclusión es evidente: la globalización no suprime las fronteras. Las fabrica. Además se suma la creciente amenaza terrorista: los estados europeos optan por reforzar sus lindes.

 

¿Liberalizar las migraciones para un mejor control? ¿Y si los idealistas eran los más racionales?

Nunca hubo tantas fronteras y sin embargo nunca hubo tanto migrantes. Varios investigadores universitarios tratan de demostrar que el cierre de las fronteras es una idea equivocada, costosa e ineficiente. Una frontera no detiene a un migrante, que pagó miles de dólares y que está dispuesto a arriesgar su vida. Sin contar que se opone a los derechos humanos (leer Convención de Ginebra sobre los refugiados).

Así, Emmanuelle Auriol, profesora en la Toulouse School of Economics et Alice Mesnard, de la City University de Londres denuncian las políticas actuales que limitan la concesión de visa y la represión de la migración ilegal, responsabilizándolas de reforzar las mafias internacionales que se dedican al tráfico de personas. Para combatirlas, proponen un innovador sistema en el cual el Estado podría vender visas, suprimiendo así la posibilidad de que algunos empleadores abusen de trabajadores ilegales.

El cientista político François Gémenne y Caroline Wihtol de Wenden, investigadora en el CNRS de Francia, insisten en la ineficiencia de las políticas de cierre de fronteras, argumentando que provocan efectos económicos nocivos porque fomentan la clandestinidad.

Los hechos demuestran que una política de inmigración basada sobre la represión y el cierre de las fronteras no funciona y provoca la muerte de migrantes. Esta política falla porque está basada en una idea errónea. La migración no es un fenómeno coyuntural que depende de las crisis en Medio Oriente y África. No. Es un fenómeno estructural, que no puede ser controlado por políticas migratorias. Pero mientras  la comunidad internacional no logra encontrar soluciones políticas para terminar con los conflictos existentes y prevenir otros, el mar Mediterráneo seguirá siendo un gigantesco ataúd para miles de migrantes. El gran poeta británico John Berger afirma que “la emigración, forzada o elegida, es la experiencia esencial de nuestros tiempos”.

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